Era un día miércoles y llovía mucho. Faltaba poco menos de dos horas para que sea medianoche. La calle de tierra de mi cuadra estaba en mute, sólo se escuchaban los perros callejeros que pasaban al trote -flacos y desnutridos- corriendo a los gatos que se escapaban de sus hogares.
Todavía no había pasado el camión recolector de residuos, se le había hecho más tarde del horario de costumbre, posiblemente porque los días anteriores fueron feriados y no prestaron servicios.
De repente el silencio sepulcral que había en el barrio del conurbano se transformó cuando escuché el ruido del neumático arar la calle de tierra, la polvareda que se levantó hizo que cierre la ventana y por consiguiente la persiana.
No debí hacerlo, hubiera sido mejor tener que fregar el piso del living comedor que daba a la calle por toda la tierra que se levantó, que haber visto lo que vi detrás de mi ventana. Ahora era un cómplice más de aquél acto impío.
Abel, así se llamaba mi vecino que tenía unos 50 años de edad y que trabaja en una Fundición en Avellaneda. Estaba casi todo el día afuera.
Era casado, la vida no le había dado hijos, quizá porque no podía él, o porque quizá no podía su pareja. Ella era más joven que él. Unos diez años menos.
No andaban bien las cosas entre ellos y eso podía saberse por las discusiones acaloradas que mantenían los fines de semana, cuando estaban la mayor parte del tiempo, juntos.
En el barrio se comentaba que ella lo engañaba mientras Abel pasaba el su vida en los hornos de fundición, quemando metales y cualquier verdor de su alma. Abel era un tipo duro e inflexible.
El miércoles, el jefe de la fábrica donde Abel trabajaba había decidido darle asueto a sus colaboradores y es por eso, que salió dos horas antes del cierre rutinario.
Los compañeros decidieron juntarse en una cervecería de la zona para hablar de fútbol, de mujeres, de temas banales y triviales pero Abel intuía algo raro. Quiso corroborar por cuenta propia lo que tanto lo atormentaba. Salió a toda marcha para su casa.
Cerca de las 20 había dejado el auto en la esquina de la casa, me pareció raro ver el auto suyo en ese lugar, y más raro aún me pareció el auto que estaba en el garaje de su casa, un auto con vidrios polarizados distinto al que estaba siempre.
Cuando llegué del mercadito me puse a cocinar y se escuchaban ruidos que venían desde el frente de mi casa, pero me pareció algo normal. Cenamos y al rato mi hija se acostó en nuestra cama con su mamá, porque no podía dormir, tenía miedo por la lluvia que golpeaba en el techo de chapa.
Se hicieron las 22 y el silencio que venía desde la calle empezó a mutar, me acerqué a la ventana y vi algo que jamás hubiese querido ver. La casa que daba frente a la mía, tenía todas las luces apagadas y de pronto se abrió la puerta y un halo de luz me dejó ver lo que nunca hubiese querido ver. Ahora era un cómplice de mi vecino.
El sacó a su esposa, la tomó por las axilas e iba arrastrándola por los pies, mientras dejaba una franja de sangre en el piso. Estaba muerta, la había atado al caño de escape del Fiat Palio y salió arando por la calle de tierra, quien sabe a dónde. Nunca más lo vimos a Abel, y ni siquiera la policía vino a preguntar si sabíamos o escuchamos algo.
Ojalá nunca más lo veamos.
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