Mario amaba todo de María, había venido a Buenos Aires en el año 45 luego de que la provincia de San Juan sea azotada con uno de los peores terremotos nunca antes vistos. Escapó de la provincia para empezar una nueva vida.
Conoció a María en esos bailes que se hacían en los clubes de barrio, por medio de una prima que a su vez era amiga de ella. Empezaron a salir, y mientras tanto tuvo muchos oficios para poder comprar una casa algún día.
María era la modista del barrio, hacía arreglos de ropa, y también diseñaba los vestidos para las mujeres que se casaban, tenía una máquina Singer a pedal y pasaba altas horas sin dormir muchas veces terminando los trabajos que le pedían con suma urgencia.
Ellos vivían felices en la casa de los padres de María, una de esas casas estilo antigua con los dormitorios adelante, un zaguán en la entrada, con una puerta que dividía el ingreso a la casa. Estaba pintada a la cal y además había un fondo muy grande que tenía plantas de todos tipos y colores. Los colibríes se posaban en los bebederos por las tardes.
El final de la casa era dividido por un alambrado, que marcaba el comienzo de la casa de atrás. La relación con los vecinos siempre fue excelsa, e intercambian productos que sembraban en sus huertas. María le daba limones y la vecina fresas y mermeladas caseras.
Los años pasaron y vino el fruto del amor, Lili, se llamó la niña que tuvieron, fue mágico ese tiempo que pasaron en la casa: los primeros pasos, las primeras palabras: primero papá, luego mamá (para los niños es más fácil la P que la M). Las primeras comidas de la nena, nada podía ser peor.
Pero un día ese castillo de naipes que habían construido con tanto amor y sacrificio se vino abajo. Una mañana Mario se fue a su trabajo. Tomó las llaves, algunas monedas para el colectivo, se peinó con glostora y se fue a la parada.
Hasta ahí todo normal, el momento más dramático ocurrió cuando el colectivero notó que estaba demorado, muy demorado, y empezó a pisar el acelerador. La avenida Santa fe no tenía semáforos según relataban las crónicas de los periodistas. Y según detallaron: el conductor nunca vio la barrera baja y decidió cruzarla sin observar que el tren estaba a menos de diez metros.
La tragedia que pudo haber sido evitada, arrojó un saldo fatal de todos los pasajeros, solo sobrevivió el conductor del colectivo 550, como ironía del destino. Ese hecho arruinó la vida de María y Lili. Ahora María debía hacer de mamá y de papá.
De las pocas pertenencias que pudieron hallar los bomberos y policías que habían llegado al lugar, son pocos los recuerdos que conserva hasta el día de la fecha María. Entre ellos un poema que atesora bajo 7 llaves y que le había escrito Mario:
“Mirada a mirada perdíamos la conciencia de la vida por un tiempo limitado de esos momentos en los que crees que vuelas al infinito, sin saber que quedaría en tu retina su Luz llenando tu Alma; espejo del amor que sentía…"
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